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Respiré hondo para tratar de relajarme. Aquella chica no era en realidad un problema. Lidiar con ella no podía ser demasiado complicado. Era observadora y desconfiada, nada más. Como yo. Pero en mi caso, ambas características eran solo herramientas para un propósito.
Teniendo propósito, estaba por encima de ella. No podía hacerme daño.
Miré el reloj. Eran alrededor de las cinco de la mañana. No había mucho más que pudiera hacer esa noche. Sin embargo, no me resignaba a volver a casa. Allí, dentro de la computadora, me acechaban preguntas para las cuales no había conseguido aun respuesta. No importaba que estuviera apagada. No importaba, por caso, que se quemara, que el disco rígido se redujera a cenizas de bytes, a volutas de algoritmos. Las preguntas perduraban.
Giré a la izquierda y seguí derecho hasta llegar a la siguiente avenida, donde volví a tomar el camino que me alejaba de casa. Enseguida sentí que la opresión en mi pecho cedía definitivamente. Estaba nuevamente en el camino correcto.
Cuando llegué a la dirección que había conseguido, no encontré lo que esperaba.
Algo en la chica de la valija me había sugerido un monoambiente pequeño, en un edificio de algún barrio céntrico, a mano de todo. Incluso había pensado en la posibilidad de una pensión.
En cambio, estaba en un barrio bajo, oscuro, lleno de dinteles derruidos, demasiada basura acumulada, demasiados bloques de empedrado partidos. El lugar inspiraba asma y miedo.
Dejé el auto en la parte más iluminada de la cuadra y me dirigí a la altura que me habían indicado. Resultó ser la peor entrada de todas, pero por lo menos estaba acompañada por el resplandor que generaba la entrada a un pequeño boliche de tango. La música llegaba desde aquel subsuelo como si hubiera viajado una eternidad en vez de un piso. Quizá fuera así. En aquella calle, el tiempo parecía tener algunas ideas propias sobre cómo debía lucir el mundo.
La entrada al edificio de mi extraña musa era una enorme doble hoja de hierro y vitraux sucio de décadas. Apenas la empuje y se abrió. Quién sabe cuándo había sido la última vez que aquella cerradura había funcionado. Probablemente el mismo año en que había sido escrito el tango que se escuchaba como un murmullo de fondo en esos momentos.
Seguí abriendo una de las hojas hasta que tuve suficiente espacio como para entrar. Las bisagras chirriaron repentinamente de una manera espantosa. Esperé que alguien se asomara, pero no sucedió nada. Seguí adelante.
Las luces del pasillo no funcionaban. Tampoco el viejo ascensor jaula. Una escasísima luz de luna se filtraba desde pequeñas ventanas en los descansos de la escalera, permitiendo adivinar los pequeños y gastados escalones de mármol. Me quedé allí parado, tratando de oír algo. Nada. Ni un sonido que delatara vida en aquel lugar. Me habían engañado. Tenía que ser. Allí no vivía nadie.
Sin embargo, mi instinto me impulso a subir. Apoye la mano derecha en la pared, para poder guiarme, y luego empecé a ascender. Resbalé un par de veces: los bordes de los escalones estaban completamente redondeados por las miles de pisadas que habían sufrido, convirtiéndose en una suerte de trampa. Alguien podía morir allí, en una noche sin luna. Alguien debía morir allí; era un escenario demasiado perfecto para que el destino lo pasara por alto.
Cada vez que llegaba a un piso, me detenía a escuchar nuevamente, a tratar de ver el brillo de alguna luz tardía por debajo de las puertas. Nada. Ni siquiera el ronronear metálico del motor de una heladera vieja. En el tercer piso, un gato. Hambriento. Pero podía venir de afuera, de otra casa. Me acerqué a la puerta del departamento 15, y lo llamé. Pasaron largos segundos hasta que, del otro lado, me respondiera el débil rasguñar del animal, como un prisionera que desea escapar pero ha perdido toda fuerza y voluntad. Me pregunté cuánto hacía que aquel gato estaba solo dentro de ese departamento. Quiénes lo habrían dejado y qué había sido de ellos.
El gato dejó de arañar la puerta y yo seguí mi camino. Dos pisos más. Departamento 25. Había llegado.
Me quedé parado frente a la puerta, perfectamente inmóvil, durante un par de minutos. El aire en ese piso olía menos a humedad, y un leve aroma a flores marchitas llegaba de alguna parte. Las paredes del pasillo estaban igual de descascaradas que el resto.   Los pisos sucios y con pedazos saltados. La puerta de ella, de madera ilustre y pesada, y aun así vencida también por el tiempo, resquebrajada.
De repente, un pensamiento se metió en mi cabeza. Aquellos dos empleados del pub no me habían engañado. El problema era, simplemente, que ella no existía. Nadie podía vivir en ese lugar. No tenía sentido. No me hubiera sorprendido abandonar el edificio y que, al darme vuelta, hubiera desaparecido. Con toda la cuadra, subsuelo tanguero incluido. Estaba en ningún lado, persiguiendo  a nadie.
Entonces lo oí. Un tarareo suave. Un murmullo acompasado.
Avancé con extremo cuidado hasta apoyar un oído sobre la puerta, y el tarareo ganó volumen. Era una radio. Alguien escuchaba la radio dentro de aquella casa. Había alguien vivo en aquel edificio.
Mi chica y su valija.