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Comencé a analizar a los posible candidatos que tenía a mano.
El barman que me había servido la media pinta era igual que la cerveza: pelirrojo, piel color malta y con un dejo de sabores frutales en su mirada. Un tipo sensible, digamos, que le regalaba sonrisas a todo el mundo, entre comentario y comentario. Aunque ahora estaba apurado y transpirado, tratando de atender a la gran cantidad de gente que se agolpaba en la barra, me imaginé que, en noches más tranquilas, sería un barman perfecto con el cual charlar y al que contarle confidencias. Un barman de película. El problema es que yo no quería hacerle ninguna confidencia: quería que él me la hiciera a mí. Lo descarté.
En la caja había una chica bajita, de no más de metro cincuenta y cinco, encaramada en una banqueta para poder llegar a la registradora. No sonreía en lo absoluto y su mirada estaba perdida en la nada; solo parecía revivir cuando tenía que cobrarle a un cliente o cerrar una mesa. Luego volvía a su ausencia. En un momento, un hombre al que le estaba cobrando trató de hacerle un comentario gracioso, quizá con ánimos de seducción. La respuesta de ella fue una semi sonrisa glacial, y una mirada tan directa y dura que desmentía cualquier impresión de humanidad que aquel esbozo malintencionado de sonrisa hubiera podido generar. Definitivamente, otra candidata a borrar de la lista.
Había dos mozas y un mozo atendiendo el salón. Una de ellas tenía el pelo teñido de negro profundo, para hacer juego con sus uñas y los ojos resaltados con delineador. La única nota de color en su rostro era el lápiz de labio morado opaco. Una emo, una gótica, una dark. Habría que ponerse a charla con ella para saber a qué período correspondía. Trataba bien a los clientes lo estrictamente necesario, y parecía apurada en terminar su turno e irse. Noté que en dos mesas no le dejaron ni un centavo de propina. Estaba seguro de que los bolsillos de aquella chica no solían estar llenos. Un punto a mi favor.
La otra moza era alta y corpulenta. Físicamente hablando, podría haber trabajado de seguridad en algún bar exclusivo para amantes de Lesbos. Pero su actitud echaba a perder la imagen: parecía extremadamente simpática, casi como si tuviera una suerte de incontinencia anímica. No paraba de sonreír, de tratar bien a todos aquellos con los que se cruzaba, no importa si la empujaba, si le pedían algo por decimonovena vez, si la trataba mal algún grupo de adolescentes pasados de lúpulo. No me gusta la gente demasiado agradable, me da una imagen de bidimensionalidad que me parece engañosa. La taché de la lista.Quedaba finalmente un mozo, un chico de unos 20 años y aspecto algo rudo, con la curiosa habilidad de llevar una cantidad ingente de vasos de cerveza sobre su bandeja, y al mismo tiempo zigzaguear entre los parroquianos sin derramar una gota. Por lo demás, no le vi ningún atributo particular. Estaba allí por el dinero, y no quiero decir que fuera un estudiante tratando de pagarse la cuota mensual. Otro candidato para la lista.
Pagué mi media pinta (al barman, no a la pequeña cancerbera de la caja), y me fui.
Calculé el tiempo de espera. Cuatro horas al menos. Cinco quizá. Si me quedaba en el lugar, corría el riesgo de perder el elemento sorpresa. Si esperaba dentro del auto, iba a parecer un acechador, un novio celoso, un ladrón. Encendí el auto y me fui.

Algo más de media hora después, estaba cómodamente sentado en la oscuridad.
El momento me había parecido perfecto para entrar al cine y sacarme una deuda de encima: ver "El alma no descansa", la película que Ignacio Serio había echo en base a un relato que me robó una bochornosa noche de verano, dos años atrás.
No se imaginen una situación policial. No había entrado secretamente a mi estudio para llevarse el manuscrito de mi último guión no registrado, aprovechando mi distracción durante un cóctel con invitados de alta sociedad intelectual. Nada tan glamoroso.
Estabamos en el techo de la casa de un amigo en común, tomando un malbec no demasiado bueno y fumando algo de hierba que el mismo Ignacio había traído. El techo de nuestro amigo, que dormía abajo, víctima de la cena, tenía el drenaje mal hecho, y cuando llovía sus altos bordes funcionaban como las paredes de una pequeña pileta. Ignacio y yo estábamos con el agua hasta la cadera, combatiendo el calor agobiante de ese verano.
Allí le conté la idea, que me llegó en relación a un tema que estábamos conversando. Estaba locuaz y la desarrollé apasionada(e improvisada)mente. Ignacio escuchaba en silencio, su cabeza envuelta en el espeso humo del faso, como una pequeña Londres nocturna. Cuando terminé, simplemente asintió en silencio, lo que en su caso era un gran halago.
Nunca volvimos a hablar del tema. Lo siguiente que supe de él, cuatro meses después, es que había ganado una beca para desarrollo de guión, que lo llevó durante un largo tiempo a Madrid. No creo que tenga que contarles más para terminar de hacerles entender la situación.
El guión se había transformado en película, también dirigida por él. No me había sentido inclinado a verla, hasta esa noche.
Cuando se apagaron las luces, supe que tenía que hacer algo al respecto. Nada legal, claro. No tenía pruebas. Tampoco me preocupaba demasiado el tema plagio en sí: había muchas ideas igual de buenas en el mismo lugar de donde había salido aquella. En comparación con Ignacio, mi imaginación no tenía límites. De hecho admiraba que pudiera haber conseguido el capital para convertir aquella idea en celuloide.
Lo que no podía perdonar, es que la hubiera bastardeado de semejante forma.
No me malentiendan: la película era realmente buena. Iba a ganar un par de premios como mínimo.
Pero el hecho de que fuera buena no la disculpaba de ciertas traiciones que había cometido contra la idea original. Traiciones que se me hacían, ahora que la había visto, profundas e insoportables, y que el éxito no reparaba; quizá incluso, las empeoraba.
Ahora no tenía tiempo. Pero iba a ajustar cuentas con Ignacio. Era algo que ya estaba decidido.

Volví al bar a eso de las 4 de la mañana. Aun estaba en plena actividad. Iba a ser una noche larga. La película me había dejado con un ánimo de hartazgo, y dejé de evaluar qué era conveniente y qué no. Me quedé sentado en el auto, directamente enfrente del lugar.
Casi tres horas después, el pelirrojo cerraba el bar. La chica alta lo esperaba, y se fueron juntos. La pequeña cajera se quedó sentada allí en la puerta, fumando. Y mis dos candidatos, como era de suponer, se fueron juntos. Almas gemelas.
Arranque el auto y me alejé en dirección contraria. Di toda la vuelta a la manzana y los intercepté de frente. Estacioné al lado de ellos, me bajé y los encaré directamente. Necesitaba saber el nombre y la dirección de la moza que hoy no había estado presente. Había buen dinero para ellos si me lo decían. No, no tenía ninguna mala intención hacia la chica. Estaba enamorado de ella y quería mandarle flores a su casa. No me creyeron, claro, era simplemente lo que necesitaban escuchar para poder aceptar el dinero.
Cinco minutos después, ellos se alejaban y yo tenía en mi poder el nombre de la chica de la valija y su número de celular. La dirección, no la sabían. Apenas el barrio. Para mí era más que suficiente.
Me subí al coche, le di arranque, y ahí la vi: la pequeña cobradora, la guardiana de la caja, aun fumando, parada en la esquina, mirando alternativamente a sus compañeros de trabajo que se alejaban, y a mí. Aceleré y pasé por al lado de ella en mi "huida". Cruzamos miradas. Me di cuenta de que había visto mi conversación con los otros dos, probablemente el intercambio de dinero, y que todo aquello le resultaba sospechoso.
Varias cuadras después, pensando en aquella chica bajita y su mirada clavada en la mía, no podía dejar de sentir una opresión en el pecho que me llenaba de angustia.
No me gustaba esa sensación. Para nada.