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Esta imagen me hizo pensar en otra canción del disco. Retrocedí hasta el track 1, Man in a Box, y apreté play. Los dos golpes introductorios de batería me golpearon desde los seis parlantes del auto con enorme fuerza. Luego, el machaque mid-tempo metálico de la guitarra de Cantrel se fue extendiendo dentro mío, preparando el terreno para que, nuevamente, la voz de Staley se montara en mi conciencia, corrosiva como el ácido.

I'm the man in the box 
Buried in my shit 
Won't you come and save me, save me 


Feed my eyes, can you sew them shut? 
Jesus Christ, deny your maker 
He who tries, will be wasted 
Feed my eyes now you've sewn them shut 


I'm the dog who gets beat 
Shove my nose in shit 
Won't you come and save me, save me 


Feed my eyes, can you sew them shut? 
Jesus Christ, deny your maker 
He who tries, will be wasted 
Feed my eyes now you've sewn them shut 

Alimenta mis ojos ahora que los has cosido, cerrándolos.
¿No es lo que hacemos todos los guionistas?

Estacioné el auto a la vuelta del local, aunque en la misma cuadra había varios lugares libres. Estaba de incógnito, después de todo. Buscar material para una historia es entrar de incógnito en el mundo, como un turista en buscar de souvenires. O como un taxidemista vaciando las entrañas de un animal antes de disecarlo.
Mi padre era taxidemista. No era algo que contara mucho por aquella época. Había algo en ello que me generaba una sensación extraña, de malestar estomacal. Pero era la verdad, al fin y al cabo. Taxidemista. Se especializaba en gatos y perros de personas mayores. Gente con dinero cuyas mascotas, de 15, 20 años de edad, usualmente eran sus principales compañías.
Mi padre encaraba su oficio, en cierto sentido, de la misma manera que yo. No se dedicaba simplemente a embalsamar a la criatura, sino que visitaba a sus "deudos" y llevaba a cabo una investigación sobre la relación entre ellos y el animal. Aprendía de su historia: cómo había sido adquirido, cómo había pasado su vida, cuál era su lugar en la familia. Recién cuando sabía todo lo que había que saber sobre el animal y sus dueños, se dedicaba a embalsamar. Para aquel momento, ya sabía cómo iba a quedar la mascota: sentada, parada, en alguna actitud de juego, de la edad que tenía al morir o bien rejuvenecido para recordar épocas mejores, observando, escuchando, dócil o brava. El animal quedaba eternizado contando alguna parte de su historia junto a sus dueños.
En la cárcel no le permitieron seguir con aquello. Mi padre se conformó con un bloc de hojas y carbonilla, con los cuáles se dedicó a reflejar las imágenes de mascotas extáticas que aun perduraban en su mente. Aquellos dibujos están guardados en su expediente. Yo conservo solo uno que me envió por correo: Pedro, mi perro de la niñez, muerto con la cadera rota luego de ser atropellado por un auto. La reproducción era perfecta, casi como un diorama, y en cierto sentido fue como recuperar a Pedro. Lo considero un regalo de mi padre, aunque no puedo decir que esté seguro de por qué me lo envió. Nunca fue un hombre afecto a hacer regalos.
Dejé los animales disecados afuera cuando entré en Espuma Amarga.
Era una noche bastante agitada y el lugar, de por sí pequeño, estaba atestado. Me abrí paso hasta la punta de la barra, donde pedí media pinta de cerveza roja. Luego me quedé allí, subido a una banqueta que abandonó alguien para ir al baño. Desde el sitio se dominaba todo el local.
Quince minutos después, a pesar del gentío, ya no tenía duda: ella no estaba allí.
No era mi noche de suerte.
Aunque, pensándolo bien, cada golpe en contra de la suerte es una oportunidad de hacer las cosas diferente.