CAPITULO PRIMERO

/1

La solución vino a mí en cuanto comencé a dormirme.
Estaba boca abajo, con los ojos cerrados, respirando suavemente a través de la fase uno del sueño, cuando la imagen me asalto desde la oscuridad: un iris, un enorme iris verde, manchado por pequeñísimas motas oscuras, y coronado por una pupila dilatada y de un negro profundo. Ni siquiera abrí mis ojos. Solo sonreí como si me hubieran conectado a un goteo de morfina, y me quedé ahí tirado, disfrutando de la sensación de triunfo.
Un iris y su pupila. La simplicidad y eficacia del recurso rozaba lo absurdo. Pero su poesía no daba lugar a error. No podía ser una equivocación. Tenía que ser un milagro.
Pensé en los pasados siete días, desde el momento en que había llegado a la página 80 del guión y me había enfrentado con aquel problema tan postergado. ¿Cuál era el mejor camino para que el secreto que llevaba sobre sí el personaje de Ava, estallara sin necesitar de un deux ex machina? El guión tenía demasiados plot points como para pedirle más soga de la cual tirar. La solución tenía que ser orgánica; de hecho, debía revalidar todo el verosímil de la idea central de la película.
¿Por qué? No lo sé con seguridad. No soy un guionista norteamericano, metódico seguidor del "estructuralismo" de Seeger. Ni a la hora de escribir, ni en la vida. Me guío por emociones; el resto me importa bastante poco. Así es como sabía aquello. El segundo turning point del guión tenía que ser fascinante, colosal. Debía elevar la apuesta hasta un lugar desde dónde se pudiera observar el shockeante final sin cartas para retrucarlo.
El iris que me había asaltado al borde del sueño, tenía todo aquello y más.
Pensé en levantarme y dejar todo esto por escrito, pero me di cuenta de que no era necesario. Ahora que había llegado allí, no podía perderme.

A la mañana siguiente me tomé las cosas con calma. Miré largamente por la ventana de la cocina, observando las terrazas y las copas de los árboles. Me duché, dejando que el chorro de agua me masajeara largamente los hombros, que en los últimos siete días se me habían puesto de piedra. Luego me serví un café. Colombiano, cargado y negro.
Recién entonces, prendí la máquina.
Estiré el momento un poco más, chequeando los mails, mis favoritos de Internet, conectando el messenger (pero quedando invisible, me gusta saber quién está, aunque no hable con nadie).
Abrí el Final Draft recién cuando me sentí liviano, libre de continuar, posiblemente de finalizar.
Revisé los archivos. La última fecha de guardado del documento maestro era "04/07/2009 11:55 p.m.". Habían pasado tres días. Extraño. Tenía la sensación de que había estado frente al documento la noche anterior, antes de acostarme y tener aquella revelación. Entonces tuve una breve visión de mí mismo sentado frente al monitor, la mirada en blanco, tratando de ver algo más allá del último punto y aparte del texto. No había encontrado nada. Mi mente se había colado en el blanco del papel virtual, y había quedado atrapado allí hasta que me acosté. Repentinamente entendí que no era la primera vez que tenía estos whiteouts. Me había pasado al menos una media docena de veces en el último mes. Ahora estaba seguro.
Es la tensión. Nada más. Presión, tensión. Causa y efecto.
Sería fácil para mí decir que la presión, la causa, venía de la mano del actor que esperaba ansioso ponerse en la piel del personaje central de la historia; se jugaba mucho en aquello. O del productor, que con sus intensas devoluciones había hecho mi trabajo más perfecto, pero increíblemente más pesado.
El problema con culparlos era muy sencillo: no me estaban pagando por hacerlo.
Básicamente, teníamos un acuerdo de palabra que nos convertía en socios de la futura película. No había un marco de tiempo ni una obligación contractual. Cuando el guión estuviera listo, llegaría el turno de ellos de ponerse en movimiento.
Claro que presionaban, cada uno a su manera. Pero sin contrato, podía básicamente hacer lo que quisiera cuando quisiera. Las reglas del juego y todo eso.
"Lo que uno quiere" puede ser una expresión tramposa. Suena a libre albedrío, pero suele ser todo lo contrario. Nada causa más presión que el propio deseo Era mi guión, mi historia, mi idea. Por más de diez años, había estado arrastrándose dentro mío, llena de entrañas pero sin pies que la ayudaran a moverse. Esos dos hombres me habían dado, más que una luz de esperanza, una excusa para resolver un acertijo. Para concretar ese deseo.
Presión, tensión. Causa y efecto.
Citando a un personaje del mismo guión, era como "ver un vaso frente a uno y pensar que con solo estirar la mano, puede ser tomado; pero a veces las perspectivas engañan, y la distancia entre la mano y el vaso es de muchos, muchísimos metros". Así estaba mi historia, o mi capacidad de contarla, por lo menos. Parecía al alcance de la mano, pero estaba lejos. O quizá sea más honesto decir: encuadrada en una falsa perspectiva.
Todo aquello estaba apunto de quedar atrás.
Abrí la caja de madera imitación caoba que descansaba al costado de la mesa de la PC. El revolver quedó a la vista una vez más. Una bala en la recamara. Lo observé un rato. Este día iba a ser menos necesario que nunca, pero soy un hombre de costumbres. De ceremonias. Sentí por un segundo el tacto del frío metal bajo las yemas de mis dedos, eléctrico.
Luego me volví hacia la computadora. Clickee el documento maestro, ROJO - VERSIÓN 4, del 04/07/2009 a las 11:55 p.m. y lo vi abrirse como una rara flor frente a mi.
Me dispuse a escribir.